DE LOS PUERTOS DE LA LUZ Y DE LAS PALMAS Y OTRAS HISTORIAS (Novena parte)


 DE LOS PUERTOS DE LA LUZ Y DE LAS PALMAS Y OTRAS HISTORIAS 
(Novena parte)


El autor nos lleva a las ruinas de Yagaós y nos sumerge en las tensiones de la Comisión en Ifni y Assaka. La misión culmina en Playa Blanca, donde el buque de rescate aparece en el horizonte, pero una acción inesperada en la Costa de Hierro deja a toda la expedición en el limbo. ¡Un final lleno de drama e incertidumbre!

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Entresaco del texto:

CONTINUANDO EN ÁFRICA

    La caravana había continuado su camino; la educación del “Silbador” se había embarcado, llevándose consigo al moro Abdalah, y el ánimo del Sr. Camejo, contristado hasta entonces, se había levantado; no así el nuestro al seguir la marcha hacia el Sidi Valsey   donde habíamos de estudiar el segundo puerto de los señalados por el Sultán.

    Distarían aquellas ruinas medio kilómetro de nosotros y el intérprete Benito, que venía conmigo, me dijo que eran lo de la célebre ciudad de Yagaós, abandonada hacía mucho tiempo a causa de una epidemia horrible que se declaró en ella y convertida desde entonces en guarida de serpientes y de fieras. Los moros no entienden de saneamientos; se infecta una población y se abandona, poco cuesta hacer otra.

    Por lo que oímos relatar a don Juan, instruido en el asunto como en todos aquellos con que había de contender, la arruinada ciudad había sido capital del reino de Sus, conquistada en una noche por los españoles de Herrera, medio majorero ya. Poco después de avanzados de la ciudad en ruinas, nuestra marcha comenzó a declinar hasta el mar hasta llegar a una obra, apenas marcada, del litoral, en cuyas aguas distinguíamos fondeado y dando tumbos al “Silbador y, en tierra, cerca de la playa, otro morabito o sepulcro del Santón que le da nombre. Creíamos que sobre la marcha procederíamos al estudio y comenzamos a armar nuestros aparatos cuando se nos dio la orden de suspender. En esto estábamos y nos distraíamos viendo llegar a diferentes puntos jinetes moros, que acudían al campamento de los suyos, unos a mulo, a caballos otros, y algunos borrico.

    - ¿Qué es esto? - le dijimos a Ben -Aisa que habíamos convertido en intérprete de la Comisión de Puertos.

    Al día siguiente, nada de orden para comenzar el estudio, y rostro contristados de moros y cristianos, e idas y venidas del Cónsul Lozano a la tienda de Burguitis. La Comisión de límites, reunida en la de Don Juan, estaba a oscuras de lo que pasaba, si algo sucedía. Lozano no daba cuenta de nada y se entendía con los moros como si comisión no existiera. Don Juan, irritado, se desahogaba con Pedro del Castillo, único que generalmente tenía a mano, pues Jaúdenes no salía su tienda enredado con el dibujo de los itinerarios y Salvadorito Bethencourt no se movía de la silla de tijera de asiento bordado, plantada en la entrada de la suya, y en la cual, sentado, se pasaba las horas muertas, despertando de su mutismo para órdenes al otro Pedro, el soldadillo Infantería Marina que el Comandante había tomado en Santa Cruz.

    Los de la comisión de límites cada vez más reñidos con su Presidente; Jáudenes más apegado a sus itinerarios, consultando con la intérprete Benito la ortografía de los nombre moros; y no encariñado en su sillita de asiento bordada de Salvadorito Bethencourt y con el sibaritismo de su persona; y Don Juan en el disparo de sus impaciencias; añorando su caciquismo de Canarias y llamado un bobo al Cónsul Lozano en su te a te con Pedro del Castillo, que era su compañero constante.


 
MÁS AFRICA AÚN

    Al fin ya estamos en Ifni, aún en el Sus, donde no se obedece al Emperador pero se ruega por él; no así sus vecinos de Nun que proclaman con el mayor desenfado que ni obedecen al Emperador ni por él ruegan. Ambos son proverbios locales que el Emperador hace modificar a veces en el primer territorio a tiro limpio de espingarda, como se había pasado el año anterior a nuestra expedición. Hace ya cinco meses que rodábamos por estas bárbaras tierras, sin tener noticias de nuestras familias y estamos ya hartos y además atemorizados, ¿Por qué no confesar este segundo extremo?.

    Habíamos de empezar nuestro trabajo al día siguiente de la llegada, lo que restaba de aquel lo empecé a retratar al taleb escribano de la Comisión mora. Más tarde supe de este retrato por un misionero franciscano con quien me enviaba recuerdos, asegurándome que se conservaba con gran esmero por el interesado.

    Yo, en tanto, seguía trabajando, llevando igualmente dos moros conocedores, de otro pueblecillo cercano a la punta Isabel, llamado Amerdog. Próximo a esta punta conocí que no era tal, por más que más que así pareciese a distancia, sino una pequeña península de unos ciento cincuenta de saliente y cincuenta de anchura, unida a tierra por un istmo estrecho que ofrecía en su unión un calentón bañado por aguas tranquila. Recorrida en todos sentidos vi que el serrando el istmo pero dejando dentro el caletón se distinguían salientes del suelo, señales muy marcadas del arranque de un muro de dos metros de anchura que, por los restos, podía juzgarse que fue construido con adobe de barro mezclado con piedra. Desde la explanada de la península, a más de veinte metros sobre el mar se alcanzaba una extensión de tierra que formaba horizonte. En fin, una perfecta posición estratégica que daba cabida holgada lugar a los cuatrocientos o quinientos hispanos-majoreros que podían componer el ejército de Herrera; le permitía desembarque por el caletón que relativa facilidad y los defendía de una sorpresa la muralla.

    Los hombres de Arcís eran de temer; tenían una tradición muy mala.

    Hacía algunos años que allí desembarcó el inglés Curtis, llamado por el Jefe de la cabilla para entrar en comercio. Hablaba moro el hombre, y, además vestía como tal, observaba sus prácticas religiosas, tal vez fingiendo pues no hay que esperar de un mercachifle creencia alguna seria. Su negocio es primero, cuando no lo único. Pues así y todo nada de lo que he dicho fué óbice se espera que el mismo Jefe le invitara al comercio, le saqueada y de robaba a todos sus géneros, amén de hacerle prisionero vestido de moro y todo y se lo llevaron al interior, donde lo tuvieron varios años, hasta que le rescataron o murió de lo que no estoy seguro.


 

EMPACHO DE ÁFRICA

    Otro modo con quien yo hacía buenas migas era el Secretario de la Comisión Marroquí de Puertos, hombre de mi edad o algunos años menos, que hablaba con cierta corrección arcaica el idioma nuestro. Pertenecía a la raza de moros que entre ellos llamaban españoles por descender de los expulsados, y era todo un hermoso tipo de la puerta huerta murciana. Observaba las prácticas y no quiso desayunar en mi tienda un día de Ramadán, que le vi casi exánime. Conservaba la llave de su casa en Granada, y tenía la cabeza llena de relatos fantásticos acerca las glorias del pueblo mahometano.

    Las maldades de los Sultanes habían ocasionado la decadencia en que por castigo se encontraba, pero volvería, al cabo, a su antigua grandeza: era su creencia.

    De los moritos estudiantes que vinieron de Europa, se reía y me aseguraba que no sabían nada. Que en la Universidad de Fez se aprende más, pues se enseñaba el árabe literario, los comentarios del Corán, las matemáticas, la medicina y la astrología.

    Los trabajos de levantamiento del plano no nos apuraban, pues en Assaka habíamos de residir hasta la llegada del buque de guerra que había de conducir a los de los Límites hasta el Cabo Juby; en tanto nosotros nos quedaríamos para ser recogido al retorno y estudiar el último puerto: el Buida o Río Aureora o Playa Blanca, que por los tres nombres se conocía. Si antes de la vuelta de la Comisión terminamos el “Silbador”, que estaba en Assaka y había de seguirnos, nos llevaría a Lanzarote. Comenzaron, pues, los trabajos de topografía al día siguiente, empleando todas las banderolas, aunque no fuera necesarias. Dajamán, interesada por el asunto, me acompañaba y miraba el aparato, que era un teodolito, con la curiosidad de un niño pequeño, le arreglé el anteojo a su vista y lo dirigió un “Silbador”.


EN AFRICA NEGRA

    No por el color de la tierra que pisamos, que era amarillosa como lo son las arenas del Sahara, en cuyo límite norte estamos, ni tampoco por el de sus habitantes, que si bien atezados estaban lejos de ser negros, pues que eran los árabes de Dejamán Beiruk, nuestro custodios a la zorra de Jalifa. El título del artículo hace referencia a la negrura moral que invadió nuestra alma en los aciagos días que allí residimos.

    Después de descender sobre nuestros mulos las fragosidad de las cadenas de montes que formaban al llegar al mar el nudo del Cabo Uun, descendimos a la playa, amarilla y sin accidentes, que conduce al puerto o ensenada o lo que fuera, nombrada el Beida o rio Aureora o Playa Blanca, porque allí las arenas se acercan a su color, suavizando el tinte que traían.

    Llegamos al fin a Beida, que no era puerto, ni nada, ni ensenada ni cosa que se le pareciera, sino la continuación de la línea de costa, libre ondulaciones en todo lo que allí abarcaba la vista. La zona de playa mediría una anchura de trescientos metros, después de la cual se alzaba un rompiente de dunas.  Sobre las primeras dunas el del poniente se levantaron las tiendas y, de seguida, comenzaron los trabajos de topografía que apenas duraron dos horas. Al fin nuestra misión estaba terminada, y allá en horizonte del mar se apreciaba el “Silbador” acercándose a nosotros. Despidámonos amistosamente a nuestro compañero moros obsequiando a Zabala con su revólver al Caíd Sidi Mahomet el Arbuti; yo con el mío al Jalifa, y con nuestras respectivas corbatas al Secretario y al Arquitecto que demostraron capricho por tenerlas. Cuando esperamos que el “Silbador” echará anclas, vimos con extraños sorpresa que, después de ponerse al pairo unos momentos, continuaba el viaje para el Sur.

    En esto el mar se encrespaba, amenazando con inaugurar aquellos tremendos rebozos, aquí desconocidos, de la Costa de Hierro; y desde a bordo hacían señales como indicando al Norte.

    Al llegar a Canaria me encontré alarmado a los compañeros de expedición que hacía muchos días que habían regresado. Nos llegaron a creer prisioneros y trataban de dar paso para nuestro rescate.

    Y he aquí finalizada mi relación de viaje a África. Al que le parezca esto poco y eche de menos descripciones de países y pinturas de costumbres, acuda a la obra de Edmundo de Amicis, dónde esas y otras cosas más están magistral verídicamente relatadas. Y siento haber perdido el Diario del Capataz Galindo, donde ce por be, de lo que nos pasaba lo consignaba al día, con observaciones y reflexiones sobre paisajes y costumbres, que íntegro hubiera insertado este libro en vez de mi relato. Como muestra de su estilo, con tendencia poética, citaré al comienzo de una de un párrafo.

    “Amaneció un día lleno de esplendores, lo cual que vinieron los moros…”

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