DE LOS PUERTOS DE LA LUZ Y DE LAS PALMAS Y OTRAS HISTORIAS (Segunda parte)
DE LOS PUERTOS DE LA LUZ Y DE LAS PALMAS
Y OTRAS HISTORIAS
(Segunda parte)
¡Aquí estamos de nuevo, listos para un nuevo viaje en el tiempo! En esta segunda entrega de "De los Puertos de la Luz y de Las Palmas y otras historias", nos adentraremos un poco más en esos rincones que guardan el eco de lo que fuimos. Desde la misteriosa soledad del Puerto de La Luz, resguardado por dunas de arena, hasta el bullicio entrañable de Las Palmas, una capital que latía con un ritmo propio y alegre. Prepárense para conocer a personajes como la inolvidable Señá Rosarito, la verdadera reina del puerto, y a sumergirse en las añoranzas de una ciudad que, aunque pequeña, era un universo de historias por descubrir. Acompáñenme en este paseo por el pasado, donde cada párrafo es una ventana a la memoria.
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Vivían y morían mucho en nuestra Ciudad sin haber sabido de ese Puerto nada, en aquellos tiempos, que no fuera por referencia. La mismísima fiesta de la Virgen era más frecuentada por la gente de los campos que por los hijos de la Metrópoli. Allí no concurría de ella sino algún romero, por excepción, pues nuestra abogada en devociones era y es la Virgen de la Soledad de la Portería.
La Ciudad, entonces, limitaba al norte por la extensión de la arena que fuera de la portada comenzaba y formada por altas dunas, envolvían el misterio al puerto de antes; y había quien prefería ir a Mogán a pie, antes de atravesar aquellos arenales, sobre todo en días de viento que era lo frecuente.
Vetusta muralla de piedra, que tuvo su buena historia en los tiempos gloriosos de Wander-Does, corría como defensa desde las alturas del Castillo del Rey hasta el derivado torreón de Santa Ana, abriéndose en ella la famosa Portada, al final de tortuosa calle Triana, compuesta allí de pobres y raquíticos casuchos que fueran expropiados el 68. Después de la Portada, el trozo que se iniciaba la carretera al Puerto de la Luz, ya comenzaba, y cuyo borde poniente se echaban los cimientos de la primera casa llamada “De la Rifa”, que terminó a la final de 58 en plena división aún de la Provincia.
Nada después: arena y siempre arena, hasta llegar al Mesón ya en pleno Puerto; junto al Mesón o muy cercano (que bien no lo recuerdo), se alzaba el cuartelillo de la guardia de carabineros, comandada por el señor Marrero, amigo de mi padre, conocido, más bien, por las características de “El Sargento del Puerto” o el vecino de Señá Rosarito.
He mentado a Señá Rosarito, así como de pasada, cuando debería ocuparme de su personalidad en lugar preferente: ella era la Reina del Puerto, no solo por ser refugio único del triste pasajero que allí desembarcaba, sino principalmente por sus habilidades culinarias.
Por esto el viaje se detenía pero al fin llegaba. ¿A dónde? Pues al Mesón de Señá Rosarito, que era el objetivo, a la cual con anticipación se había encargado el excélsior de la sopa, a fin de tener tiempo y marea para reunir los ingredientes marinos en su cochura entraban.
AÑORANZAS DE LAS PALMAS DE ENTONCES.
Destinado estaba, al parecer y según corrían los tiempos de mi pubertad, a quedarme en Guía ejerciendo, al lado de mi padre, la labranza. Pero ya a los 14 años de mi vida, llegó a la Villa, de médico y titular, Don Miguel de Rosa, quien desde luego me tomó un cariño entrañable: me hacía comer la mayor parte de los días en su casa y me daba lecciones de francés.
Era entonces nuestra ciudad la capital de una provincia más importante que la Tenerife, pues a más de tener bajo su mando a la isla propia, a la de Lanzarote y Fuerteventura, tenía además los Islotes de Alegranza, Graciosa, Lobos y Montaña Clara, si no se quería comprender lo de los Roques del Este y el Oeste. Es decir, nueve territorios por junto, contra los cuales solo cuatro podían obtener la capital de allá. No sé cómo los de Añaza no vieron esa desigualdad tan grande de reparto, y como si lo vieron no protestaron.
Las Palmas chiquita, con su antiguas casas y calles empedradas, cuando lo estaban; sus quince mil almas y su eterna actitud de perra gruñona ante la Interina, era, sin embargo, una ciudad alegre y de regocijada. Los jóvenes pasábamos las primeras horas de la noche en sabrosa tertulia con las muchachas de nuestra clase, en las casas de sus padres que nos recibían con gusto; y muchos, yo entre ellos, teníamos entrada franca y buen agasajo en las tertulias de la aristocracia.
¿Y dónde están los puertos?, me diría impaciente el lector. Pregúntesele a Don Benito, escritor de fama mundial, como hoy se dice, dónde está el episodio en los que hoy se publica, y os mandará a buscarlo con linterna de Diógenes entre el montón de personajes del hampa y relatos lúbricos de verde subido que llaman en el libro.
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